El 31 de diciembre de 2012 concluyó el periodo transitorio contemplado en la Ley 15/2010, que modificó la Ley 3/2004, que establecía medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales, para adecuar los pagos a proveedores a los plazos en ella establecidos.
A raíz de la entrada en vigor de la Ley 15/2010 se inicia un periodo durante el cual las empresas se obligaban a ir reduciendo los plazos de pago a sus proveedores:
En consecuencia, a partir del 1 de enero de 2013, cualquier empresa privada está obligada a cumplir con sus compromisos de pago, en un plazo máximo de 60 días. Las únicas excepciones son las empresas del sector de la alimentación y los productos perecederos, que podrán disponer de un máximo de 30 días, al igual que las administraciones públicas, para las que se fija idéntico plazo.
Este plazo comienza a computarse a partir de la entrega de bienes o de la prestación del servicio, obligándose el prestador/proveedor a remitir la factura a su cliente antes de que se cumplan treinta días desde la fecha de recepción efectiva de las mercancías o prestación de los servicios.
La realidad es que en la práctica, tanto dicha norma jurídica como su predecesora Ley 3/2004, que modifica, han pasando prácticamente desapercibidas. Ya que, si bien es cierto que en algunos casos los plazos de pago se han adaptado a la nueva normativa, la mayoría de las empresas y las administraciones públicas siguen sin respetarlos, por cuanto si en épocas de bonanza resulta difícil que un proveedor demande a su cliente -única forma de exigir su cumplimiento-, en el momento actual la dificultad se ha visto acrecentada a consecuencia de la coyuntura económica de la que todos resultamos ser víctimas.
A nuestro juicio, la única posibilidad de que las empresas se vieran obligadas a cumplir los plazos máximos de pago hubiera sido introducir un sistema sancionador, ya que mientras sea el proveedor quien deba acudir a los tribunales para demandar a su cliente, difícilmente los clientes-morosos se sentirán amenazados. La práctica habitual nos demuestra que los supuestos en los que un proveedor demanda a su cliente, ocurren en situaciones muy deterioradas en las que ya no se teme que la relación entre ambos se de por concluida y se pierda el cliente.
Si dichas situaciones resultan del todo abusivas, más sangrante aún resulta el incumplimiento de los plazos máximos de pago por parte de las administraciones públicas, con respecto a las cuales apenas nada ha variado, y ello a pesar que en la disposición adicional cuarta de la Ley 15/2010, se instaba al Gobierno a crear una línea de crédito ICO que permitiera a las entidades locales obtener la financiación requerida para hacer frente a sus pagos.
Finalmente apuntar que, una vez se decida el proveedor-acreedor a seguir la senda de la reclamación judicial, la referida normativa ofrece la posibilidad de reclamar: en primer lugar, el interés de demora -que se establece semestralmente, en función del aplicado por el Banco Central Europeo (tipo de referencia), más siete puntos porcentuales (margen)-, sin necesidad de aviso previo de vencimiento o notificación requiriendo al deudor su obligación de pagar, al ser las propias facturas las que equivalen a la solicitud de pago; y en segundo lugar, se puede añadir en la reclamación los gastos originados por la contratación de abogado o de la agencia para la gestión de cobros.
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